Nuestra visita de hoy es en la
esquina de Avenida Belgrano y Perú, en pleno barrio de Montserrat.
Nos encontramos con la Iglesia Presbiteriana, que tiene una historia que arranca, allá por el siglo XVI, con la Reforma que empezó Lutero en Alemania. Más tarde se sumó Calvino, un teólogo francés que siguió sus ideas, y luego apareció Juan Knox, que fue quien organizó la iglesia Presbiteriana en Escocia.
A partir del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación firmado en 1825 entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Reino Unido, se permitió que ciudadanos británicos pudieran emigrar al país, con la garantía de que se respetarían sus creencias religiosas y se les permitiría construir sus propios templos. Aunque ya había escoceses viviendo en el país desde 1806, ese mismo año llegó la goleta Symmetry con 220 colonos que se instalaron en Monte Grande, en una colonia agrícola. Al año siguiente, se sumó el reverendo William Brown, quien se convirtió en el pastor de esa comunidad.
Con el paso del tiempo y debido a grandes problemas económicos de la colonia, muchos de estos colonos —incluido el propio pastor— se fueron mudando a distintos lugares del país, y varios terminaron asentándose en la Ciudad de Buenos Aires. Fue allí donde, en 1829, fundaron la Iglesia Presbiteriana San Andrés, cuya primera capilla estuvo ubicada en la calle México al 300. En 1833, se inauguró la primera iglesia San Andrés en la calle Piedras 55, y hacia fines de 1841 se fundó la Escuela San Andrés, justo detrás de la iglesia.
En 1880, la apertura de la Avenida de Mayo obligó a expropiar y demoler el edificio original. Por eso, en 1895 se inauguraron las nuevas oficinas de la iglesia en Perú 352 —el segundo frente más angosto de la ciudad—, y al año siguiente se consagró el nuevo templo en la calle Belgrano 579. El diseño fue obra de los arquitectos Edwin Arthur Merry y Charles T. Raynes, y el edificio contaba con una torre de 35 metros que más adelante fue demolida para ensanchar la avenida. El nuevo frente, diseñado por el arquitecto inglés Sidney Follet, se estrenó en 1962. Aunque el exterior cambió, el interior se mantuvo tal como era: una nave central de 16 metros de largo por 13 de ancho, planta en forma de cruz latina, dos pasillos laterales, arcos neogóticos y hermosos vitrales con escenas bíblicas. El techo es de madera y en el ábside se conserva el rosetón de la iglesia original, que deja pasar luz natural desde lo alto. La escuela, que en ese momento estaba en el barrio de Constitución, se trasladó primero a Olivos y luego a Beccar. En 1988, la institución dio un paso más y fundó la Universidad de San Andrés, que inauguró su sede central —el Campus— en 2018.
Ahora vamos a conocer el edificio Otto Wulff, una joyita arquitectónica en una esquina muy especial. Fue construido sobre el terreno donde alguna vez estuvo la antigua casona del octavo Virrey del Río de la Plata, conocida como “la casa de la vieja Virreina” (sí, así la llamaban por su segunda esposa). Ese lugar también fue escenario de enfrentamientos entre ingleses y criollos durante la segunda invasión inglesa, allá por fines del siglo XVIII.
El edificio que vemos hoy fue un encargo del empresario alemán Otto Wulff, que se asoció con el naviero Nicolás Mihanovich. El diseño lo hizo un arquitecto danés, Morten Rönnow, y la construcción estuvo a cargo de ingenieros holandeses: Dirks y Johannes Dates. Lo inauguraron en 1914. Tiene 65 metros de altura repartidos en 12 pisos, y su estilo principal es Jugendstil, la versión alemana del Art Nouveau, aunque también mezcla detalles renacentistas, neogóticos, eclécticos... ¡y hasta algunos elementos esotéricos! Además, fue uno de los pocos edificios de esa época construidos en hormigón armado.
Pero lo que más llama la atención es su decoración, que es verdaderamente impresionante. En la fachada van a ver ocho figuras gigantes, conocidas como atlantes, que representan distintos oficios de la construcción: herrero, carpintero, albañil, forjador, aparejador, escultor, arquitecto y jefe de obra. Estas esculturas se hicieron en Europa y después las trajeron hasta acá. Y no termina ahí: si miran bien, van a encontrar pingüinos, lechuzas, loros, osos, pumas, caciques y otras figuras indígenas talladas en ménsulas, gárgolas y barandas. Incluso hay cóndores vigilantes en lo alto, un emperador chino y símbolos como el Ojo de Horus, referencias a la masonería, mitología griega y nórdica. Un verdadero delirio decorativo, pero fascinante.
Las cúpulas también tienen su misterio. Algunos dicen que una representa a Hungría y la otra a Austria, símbolo de la unión imperial a través del amor entre la emperatriz Sissi y Francisco José. Otros aseguran que una simboliza el Sol (Argentina) y la otra la Corona (España). Y hay quienes afirman que representan la unificación alemana de 1871. En fin… teorías sobran. Cuatro años después de terminado, Wulff vendió el edificio a la familia Harteneck y se fue a recorrer el mundo.
La restauración del edificio empezó en 2020, como parte del Plan Integral del Casco Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. En el proyecto participaron descendientes del arquitecto, de los constructores, del propio Otto Wulff, el área cultural de la Embajada de Alemania y el Gobierno porteño. Se restauró la fachada, se reemplazaron piezas rotas o faltantes en base a fotos antiguas, se sumaron luces LED para destacar su fachada de noche y se sacó toda la vegetación que había crecido producto del abandono y la humedad. Hoy, en su interior funcionan oficinas de distintos tamaños, y el edificio fue declarado de interés cultural. Un verdadero tesoro escondido a plena vista.
El barrio de Montserrat tiene mil cosas para mostrarnos. Ya recorrimos varios lugares clave, ¡y todavía nos queda un montón por ver!
Pero hoy, ojo... porque desde allá arriba nos están espiando los 680 ojos del bestiario que adorna la fachada. Sí, 680. Con tanto bicho raro mirando, quién sabe qué puede pasar. Capaz uno de los atlantes nos lanza un rayo petrificador y quedamos más duros que una estatua en plena vereda, o el ojo de Horus se pone místico, nos envuelve con su magia y ¡puf! desaparecemos. No sé ustedes, pero yo por las dudas me llevo la capa de invisibilidad de Harry Potter y me hago la que no estoy. ¡Nos vemos!... o no. Quién sabe.
Nos encontramos con la Iglesia Presbiteriana, que tiene una historia que arranca, allá por el siglo XVI, con la Reforma que empezó Lutero en Alemania. Más tarde se sumó Calvino, un teólogo francés que siguió sus ideas, y luego apareció Juan Knox, que fue quien organizó la iglesia Presbiteriana en Escocia.
A partir del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación firmado en 1825 entre las Provincias Unidas del Río de la Plata y el Reino Unido, se permitió que ciudadanos británicos pudieran emigrar al país, con la garantía de que se respetarían sus creencias religiosas y se les permitiría construir sus propios templos. Aunque ya había escoceses viviendo en el país desde 1806, ese mismo año llegó la goleta Symmetry con 220 colonos que se instalaron en Monte Grande, en una colonia agrícola. Al año siguiente, se sumó el reverendo William Brown, quien se convirtió en el pastor de esa comunidad.
Con el paso del tiempo y debido a grandes problemas económicos de la colonia, muchos de estos colonos —incluido el propio pastor— se fueron mudando a distintos lugares del país, y varios terminaron asentándose en la Ciudad de Buenos Aires. Fue allí donde, en 1829, fundaron la Iglesia Presbiteriana San Andrés, cuya primera capilla estuvo ubicada en la calle México al 300. En 1833, se inauguró la primera iglesia San Andrés en la calle Piedras 55, y hacia fines de 1841 se fundó la Escuela San Andrés, justo detrás de la iglesia.
En 1880, la apertura de la Avenida de Mayo obligó a expropiar y demoler el edificio original. Por eso, en 1895 se inauguraron las nuevas oficinas de la iglesia en Perú 352 —el segundo frente más angosto de la ciudad—, y al año siguiente se consagró el nuevo templo en la calle Belgrano 579. El diseño fue obra de los arquitectos Edwin Arthur Merry y Charles T. Raynes, y el edificio contaba con una torre de 35 metros que más adelante fue demolida para ensanchar la avenida. El nuevo frente, diseñado por el arquitecto inglés Sidney Follet, se estrenó en 1962. Aunque el exterior cambió, el interior se mantuvo tal como era: una nave central de 16 metros de largo por 13 de ancho, planta en forma de cruz latina, dos pasillos laterales, arcos neogóticos y hermosos vitrales con escenas bíblicas. El techo es de madera y en el ábside se conserva el rosetón de la iglesia original, que deja pasar luz natural desde lo alto. La escuela, que en ese momento estaba en el barrio de Constitución, se trasladó primero a Olivos y luego a Beccar. En 1988, la institución dio un paso más y fundó la Universidad de San Andrés, que inauguró su sede central —el Campus— en 2018.
Ahora vamos a conocer el edificio Otto Wulff, una joyita arquitectónica en una esquina muy especial. Fue construido sobre el terreno donde alguna vez estuvo la antigua casona del octavo Virrey del Río de la Plata, conocida como “la casa de la vieja Virreina” (sí, así la llamaban por su segunda esposa). Ese lugar también fue escenario de enfrentamientos entre ingleses y criollos durante la segunda invasión inglesa, allá por fines del siglo XVIII.
El edificio que vemos hoy fue un encargo del empresario alemán Otto Wulff, que se asoció con el naviero Nicolás Mihanovich. El diseño lo hizo un arquitecto danés, Morten Rönnow, y la construcción estuvo a cargo de ingenieros holandeses: Dirks y Johannes Dates. Lo inauguraron en 1914. Tiene 65 metros de altura repartidos en 12 pisos, y su estilo principal es Jugendstil, la versión alemana del Art Nouveau, aunque también mezcla detalles renacentistas, neogóticos, eclécticos... ¡y hasta algunos elementos esotéricos! Además, fue uno de los pocos edificios de esa época construidos en hormigón armado.
Pero lo que más llama la atención es su decoración, que es verdaderamente impresionante. En la fachada van a ver ocho figuras gigantes, conocidas como atlantes, que representan distintos oficios de la construcción: herrero, carpintero, albañil, forjador, aparejador, escultor, arquitecto y jefe de obra. Estas esculturas se hicieron en Europa y después las trajeron hasta acá. Y no termina ahí: si miran bien, van a encontrar pingüinos, lechuzas, loros, osos, pumas, caciques y otras figuras indígenas talladas en ménsulas, gárgolas y barandas. Incluso hay cóndores vigilantes en lo alto, un emperador chino y símbolos como el Ojo de Horus, referencias a la masonería, mitología griega y nórdica. Un verdadero delirio decorativo, pero fascinante.
Las cúpulas también tienen su misterio. Algunos dicen que una representa a Hungría y la otra a Austria, símbolo de la unión imperial a través del amor entre la emperatriz Sissi y Francisco José. Otros aseguran que una simboliza el Sol (Argentina) y la otra la Corona (España). Y hay quienes afirman que representan la unificación alemana de 1871. En fin… teorías sobran. Cuatro años después de terminado, Wulff vendió el edificio a la familia Harteneck y se fue a recorrer el mundo.
La restauración del edificio empezó en 2020, como parte del Plan Integral del Casco Histórico de la Ciudad de Buenos Aires. En el proyecto participaron descendientes del arquitecto, de los constructores, del propio Otto Wulff, el área cultural de la Embajada de Alemania y el Gobierno porteño. Se restauró la fachada, se reemplazaron piezas rotas o faltantes en base a fotos antiguas, se sumaron luces LED para destacar su fachada de noche y se sacó toda la vegetación que había crecido producto del abandono y la humedad. Hoy, en su interior funcionan oficinas de distintos tamaños, y el edificio fue declarado de interés cultural. Un verdadero tesoro escondido a plena vista.
El barrio de Montserrat tiene mil cosas para mostrarnos. Ya recorrimos varios lugares clave, ¡y todavía nos queda un montón por ver!
Pero hoy, ojo... porque desde allá arriba nos están espiando los 680 ojos del bestiario que adorna la fachada. Sí, 680. Con tanto bicho raro mirando, quién sabe qué puede pasar. Capaz uno de los atlantes nos lanza un rayo petrificador y quedamos más duros que una estatua en plena vereda, o el ojo de Horus se pone místico, nos envuelve con su magia y ¡puf! desaparecemos. No sé ustedes, pero yo por las dudas me llevo la capa de invisibilidad de Harry Potter y me hago la que no estoy. ¡Nos vemos!... o no. Quién sabe.
Sandra Machado